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Lo que nadie dice del proceso de cuidar a sus padres ancianos

Una cuidadora describe la adaptación a su nueva realidad de vida

Glamaris Valentín Cameron, Mi Gente Grande

¿Han notado que todos  sabemos dónde comprar artículos de bebé pero pocos saben cómo se consigue un andador para ancianos?

Cuando mi padre enfermó y su médico de cabecera me recomendó comprar barandas para su cama me advirtió que él desconocía dónde las venden y me pidió que si las conseguía le avisara “yo se las recomiendo a muchos de mis pacientes”.  Salí de la cita y no podía creerlo, además de recomendarnos un accesorio difícil de encontrar, el médico nos confirmaba que no tenía un diagnóstico para sus síntomas y que no nos podía ayudar.  Creo que ese día me convertí oficialmente en cuidadora de mi padre. Un proceso natural para el cual yo pensaba que no estaba preparada. Peor aún, me preguntaba porqué que mis amistades hablaban de sus hijos  pero pocos compartían sobre el proceso de vejez y enfermedad de sus viejos.

Es evidente que vivimos en una sociedad que rechaza la vejez. Pero también hubo mucha negación de mi parte. Por meses me mantuve en eterno estado de shock, todo era nuevo y luego del paso del huracán María las gestiones para citas médicas y estudios eran aún más difíciles.

Hoy sé que cuidar de adultos mayores no es trágico. También sé que cada pequeña actividad que haces con tus viejos es tan poderosa como un nuevo tratamiento médico de la prestigiosa Clínica Mayo.  Además, poco a poco fui recordando los momentos de mi vida que me introducían a esta hermosa etapa. Sí, es una experiencia hermosa. Hoy se los comparto para que luego no digan “nadie mi advirtió”.

Madre rebelde

Siendo pequeña note que mi mamá detestaba los médicos. Bueno, en realidad ella lo decía a viva voz sin ningún arrepentimiento. Mami alegaba que de adolecente había visitado decenas de médicos y hospitales llevando a su abuelita y luego a su padre, que quedó ciego por un tiempo.  “Estoy cansada de los médicos” decía mi madre joven, saludable, independiente y llena de energía. Aunque siempre nos inculcó la medicina preventiva, ella se mantenía lejos del médico. Como niña acepté que mi mamá sabía algo que yo no podía entender. Tres décadas pasaron para que yo me pusiera en su lugar.

Titi Haydee al rescate

Mi tía, Haydee Valentín Guerrero,  era todo lo contrario. Quedó viuda muy joven y cuando sus hijos crecieron, se dedicó  apoyar a su familia. Cuidó a sus padres y tíos en el último lecho con una actitud práctica y positiva. Con la misma energía que utilizaba para redecorar la casa de sus hermanas,  iniciar negocios, ayudar a sus vecinos y hacer pasteles.  Recuerdo escuchar en las reuniones familiares la frase, “Esta es la que le cierra los ojos a los Guerrero” refiriéndose al cuidado terminal que daba a los ancianos de la familia y ella lo celebraba feliz. Tampoco entendí el tierno ejemplo de Titi Haydee.

Tiroides descontrolada

Mi madre siguió detestando ir a las oficinas médicas hasta que su tía quedó encamada y se la llevó a casa para cuidarla. Mami tendría apenas 50 años, era fuerte y saludable. En pocos meses bajó 20 libras y lucía estresada y descontrolada. Ella, solita, sacó una cita médica con la misma Internista a la que llevaba a su tía cada tres meses. La legendaria Dra. Dilia Díaz le tomó las manos a mami,  confirmó que estaban temblorosas y en los primeros dos minutos de la cita le dijo,” ¿Estás cuidando a tu tía? Tienes la tiroides muy descontrolada. Ahora te tienes que cuidar tú”. La escuché explicarme el serio diagnóstico y fui testigo de los meses que se debatió entre cuidar a su tía o permitir que el resto de los sobrinos la ingresara en un hogar de cuidado prolongado (que en aquellos tiempos le llamaban asilos). Recuerdo cada detalle y el dolor que mami enfrentó, pero jamás lo relacioné la situación con el futuro de mis maravillosos y activos padres, y mucho menos conmigo.

“Me llamas cuándo te toque entrar a ver al médico”

Mis padres pasaron sus años maduros en un perfecto balance de calidad de vida.  Hacían ejercicios, dieta, viajes, socialización con sus amigos, visitas preventivas a sus médicos y papi nos hacía  la ocasional advertencia “en esta casa hay que guardar dinero para cuando yo caiga patas arriba”. Yo no me sentía como su cuidadora, más bien ellos me resolvían mis gestiones cotidianas. Sin embargo, comenzamos una práctica que nos mantuvo fuera de sustos de salud por muchos años. Cuando mis padres tenían una cita para consultar un síntoma preocupante, yo los acompañaba. Usábamos un plan infalible: mis padres iban en su auto y esperaban en la sala de espera del médico por largas horas y me llamaban al trabajo cuando faltaban solo dos personas antes de ellos. Yo salía del trabajo, llegaba a tiempo para estar en la cita médica y regresaba mi trabajo en una hora. Mis colegas no creían lo rápido que lo lograba. Genial, yo juraba que duraría para toda la vida.

La verdad es que tuve más avisos que la avenida Baldorioty de Castro, pero aún no entiendo por qué seguía con mi cantaleta de que “nadie te advierte  lo difícil que es cuidar a tus padres ancianos”. Es que no es llamarlo,  es verlo venir.  Te arropa una mezcla de sentimientos, una desesperanza que nunca había experimentado, tensión, coraje, culpa  e impotencia. Cuándo las cosas se complicaron  fue un shock tan grande que decidí que no permitiría que otras personas se sintieran solas ante esta etapa de la vida, por eso nació el proyecto Mi Gente Grande.  Con el proyecto comencé a educarme y a sentir en carne propia de qué se trata acompañar a tus padres en la vejez.

Sacudida ante la realidad

Aceptar que estaba en negación no ayudó mucho, necesitaba entenderlo. Leí decenas de escritos y  finalmente me topé con la respuesta. Yo me sentía traicionada,  mis padres perfectos y “resuevelotodo” ahora eran frágiles y olvidadizos. No aceptaba el cambio de vida de los héroes llenos de energía de mi infancia. Al final se trata del conocidísimo miedo al cambio. Recuerdo que a menudo perdía la paciencia con papi, me irritaba que quisiera resolver todo con “crazy glue” o que insistiera en trabajar bajo el sol del medio día. Esa intolerancia solo era miedo, miedo a perderlos y miedo a mi propia vejez. Entendí  que mis viejos  simplemente están cumpliendo con el ciclo de la vida. Aceptar esta realidad me costó mucho pero finalmente me liberó de los sentimientos de culpa. Después de todo ¿Quién no ha tenido miedo en su vida?

Como soy una persona complicadita, aceptar el cambio fue cuesta arriba. No tengo hijos así que nunca había cuidado de nadie. Mis sobrinos vinieron al mundo autosuficientes  y para nada llorones.  Por alguna razón lo que hacía con los nenes era disfrutar muchísimo, casi no cambiaba pañales y conmigo nunca se enfermaban, así que no tenía práctica alguna.  Aceptadas todas mis debilidades como cuidadora  (miedo al cambio y desconocimiento en cuidar a otro ser humano) comencé un proceso espiritual honesto y profundo. Pedí a Dios que yo pudiera fluir con el proceso y que pudiera cuidar a mi papá de manera práctica y con amor, sin que se sintiera como una obligación. 

Mientras la enfermedad de papi avanzaba rápidamente y la búsqueda de un diagnóstico ocupaba casi todas las horas del día,  quedé sin trabajo. Ahora era una doble pérdida y detestaba que la gente me dijera “Míralo por el lado positivo, ahora puedes estar con tu Papá”.  Aunque los comentarios no me convencían, el tiempo adicional me ayudo a fluir y a sentirme cómoda. Sentía mucha paz al estar en la casa con ellos y finalmente me sentí cómoda en mi rol de cuidadora.  Claro, al igual que hice siempre con mis sobrinos, mi especialidad es la diversión. Así que cante, bailé y reí mucho con mi padre mientras aprendía y apoyaba a mami en las labores más complicadas. 

La cuidadora preguntona

Una vez diagnosticada la enfermedad de mi padre me convertí en el terror de los médicos.  Preguntaba desesperadamente cómo podía mejor la calidad de vida de mi padre con una enfermedad que combina síntomas del Alzheimer y el Parkinson (enfermedad de los cuerpos de Lewy).  Para mi sorpresa los médicos compartieron valiosos trucos y me educaron sobre el proceso que ocurría en  su cuerpo y su cerebro. Cuando teníamos éxito con un medicamento o tratamiento, todos  disfrutábamos de un par de semanas de estabilidad y rutina (hasta brindábamos con vino espumoso, paciente incluido). Me sentía en control de la situación, hasta que la próxima crisis de salud me destruía por completo.  

La tensión de buscar trabajo, lanzar mi negocio y el impacto emocional que produce ser cuidadora me llevaron a buscar ayuda con un profesional de la salud mental.  Entonces comencé a darle prioridad a mis necesidades y una de ellas era mi salud emocional. En medio del caos, vivo momentos de paz y de felicidad; luego me preocupo, lloro y empiezo de nuevo. A los dos años y medio de la enfermedad de papi entendí qué de eso se trata el arte de que fluir. La lección más importante de mi vida.

Bienvenida al club

Confieso que yo detestaba las conversaciones en la sala de espera hasta que un día me sucedió algo especial.  Llegué con papi en andador y él me pidió ir al baño. Todas las miradas de la sala se clavaron en mí, y sentí que me miraban con pena. Cuando regresé con papi del baño una de las señoras  me dijo “Yo me acuerdo que mami estaba así, como tu papá. Tenía Alzheimer y murió hace una semana”.  Me contó que después del paso del huracán María, su madre estaba en la cama con sus hijos y que uno de ellos le anunció que “abuela esta fría”. Vi sus ojos llenos de ternura y paz al recordar a su madre y al fin entendí que era un proceso natural y hermoso. No sé cómo explicarlo, la señora estaba feliz.

 Aunque me sentía cada día con el corazón en un hilo y el susto en la boca, comencé a recordar a Titi Haydee. El recuerdo de una cuidadora feliz y amorosa me inspiró. Ver cada día a mi madre como cuidadora 24/7 del amor de su vida fue maravilloso. Mami con 80 años podía recordar el mínimo detalle de los cuidados de una enfermedad complicada como la de papi. Su seguridad en sí misma y Fe nos sostenía a las dos.  Recordé amigas que habían cuidado de sus padres y madres y conecté con ellas. Escuché experiencias poderosas que me hicieron más fuerte. El primer andador que usó mi padre me lo regaló una amiga cuando su padre falleció. Lo acepté sin necesitarlo y un mes después se convirtió en la salvación de papi.  Las conversaciones en la sala de espera que detestaba, ahora me interesaban hasta el último detalle. Me sentía la defensora de los cuidadores de adultos mayores y quería gritarlo a los cuatro vientos: ahora yo pertenecía a una comunidad, no estaba sola.

Mi padre pasó a mejor vida hace dos semanas. En estos momentos siento una tranquilidad que tal vez dentro de dos años pueda explicar. Hoy solo sé que un cuidador tiene que estar, tan solo estar presente en la vida de los que ama. Estar significa inyectar insulina, comprar medicamentos, esperar horas en las salas de espera, limpiar, discutir, cocinar dietas especiales y llorar. También sonreír, cantar, escuchar con detenimiento, complacer, recordar, comer, beber y vivir. Ojalá alguien me hubiera dicho que con solo sentarme calladita al lado de mi viejo se desvanecerían los temores y culpas y nacería una conexión especial que supera los sustos.  Cuidar es vivir, es una etapa más de la vida.

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